Archive for the ‘Ocioseando’ Category

Borgen y el olor de Dinamarca

Serie Borgen

Conste (por posibles spoilers) que acabo de aterrizar en ella y que tan sólo me he comido la primera temporada enterita, en cápsulas de un episodio al día, dejándome llevar por una señora que dignifica el papel de la política subsistiendo entre la familia, el sentido común y las triquiñuelas de hijosdelagranputa que todo parlamento debe tener.

Y puede que me decepcione. Puede que a los guionistas se les vaya de las manos con los ácidos y termine siendo un culebrón intrincado y ‘putanesco’ pero también puede que, quizá, se limite a mostrarnos el día a día de un país del que, dentro de lo que cabe, querría ser cualquiera. Que no es lo mismo que te digan que te nacionalices danés a del ISIS y eso lo sabemos todos.

También puede ser que Borgen baje el tono de la epicidad y que ella, tan «Zapatero 2004» deje de ser la amiga del pueblo para convertirse en la típica destriparivales hijalagranputa que dignifica a cualquier gran serie. Por que en todas las series hay buenos y malos pero las mejores siempre son aquellas en las que el bueno y el malo son, casualmente el mismo. El mismo hijolagranputa al que, casualmente, entendemos en sus motivaciones.

Y así, Borgen, entretanto, mantiene el nivel de una serie política sin necesitar un castillo de naipes con tríos, asesinatos de bajas vías y periodistas encarcelados. Por que se puede hacer ficción no espectacular, simplemente seria y responsable sin meter tramas de guión imposibles y locuras de las de WTF-que-la-ha-tirado-al-tren.

Y ya. Por que podríamos hablar mucho y largo, sobre el papel de la mujer, el de la comunicación y el periodismo (también nos toca, también) o sobre la independencia de Groenlandia pero no es el momento. Por ahora.

Boyhood y la preciosa nada

Cambio de silla por que me molesta y busco el momento y el espacio para escribir aquí de Boyhood. Es un milagro, puesto que aún no he encontrado ni el tiempo ni el espacio para hablar de The Newsroom o de Borgen. Escribir, esa cosa que uno quiere pero que termina por no hacer sin saber muy bien por qué. Escribir, mi constante propósito. Mi nuevoviejo deseo de cada año. Escribir sobre aquello que me gusta y me mueve. Que me llega. Como me llega la esperanza que te queda en la garganta y en la comisura de una lágrima cuando termina Boyhood y confías en que siga. En que vuelva a empezar. En proseguir con ese viaje por la vida de la gente. Una vida en la que no pasa nada por que la vida es eso, un conjunto de nadas repletas de intensidades momentáneas que luego se evaporan.

Boyhood es un viaje y, a la vez, un experimento maravilloso, loco y arriesgado sobre ese círculo vicioso que es ser adulto o parecerlo. Por que en Boyhood los adultos no son más que adolescentes sobrecogidos por lo que se les viene encima: adolescentes que beben, que pegan, que se enfadan por causas que no comprenden, adolescentes que dejaron de serlo sin darse cuenta y que ahora, ya crecidos y con hijos, afrontan ese otro paso que no acabas de comprender nunca: el paso de educar a alguien en lo que tú querrías ser sin saber muy bien cómo hacerlo.

En Boyhood, a la vez, no pasa nada. Sigue esa línea tan de Mad Men en la que las cosas no pasan sino que se deslizan por la vida de forma sibilina, esperando su momento, tomándose su tiempo. Como en la propia vida que vivimos, esa en la que no hay una acción, reacción, repercusión sino una acción y, ya si eso, quizá, habrá una reacción y una repercusión. Pero puede que no ahora. Puede que mañana. O puede que nunca.

Esa aleatoriedad de la vida es algo que no llevamos nada bien como humanos. El propio lenguaje audiovisual da cuenta de ello: en el cine, en las series, todo es el ya. Todo ocurre en ese instante en el que miramos por la mirilla de la cámara y vemos la acción y la repercusión. Todo en pocos planos. Todo en pocos segundos.

El cine, las series, la tele, nos enseñan a creer que nuestra vida tiene que ser un constante ya plagado de momentos únicos: que tienes que salir de casa e, inmediatamente, estar en la playa, rodeado de tus amigos. Aunque vivas en mitad de la puta nada, siempre hay un lugar único que te hará sentir especial. No hay tiempos muertos, no hay colas, no hay paradas. Solo hay historias importantes que son ya. Aquí. Para que las veas. Por que la vida grabada que nos enseña el cine está hecha sólo de las cosas que importan, de momentos memorables que solo vemos por que tienen un sentido dentro de la historia. Para bien o para mal.

Quizá Boyhood (y, a su modo, MadMen) nos pongan un poco en nuestro sitio: en realidad no ocurre nada y ocurre todo. La vida en Boyhood no es más que un tránsito constante de pequeños momentos aburridos o chocantes, tristes o divertidos. No son más que esas cosas que te pasan y te configuran, esas cosas que ves cuando no estás haciendo nada, ese grito que te rompe el pensamiento o ese adulto que muestra su miedo ante la vida gritándote por cosas que no entiendes.

La vida, entonces, va pasando y la vemos desarrollarse en forma de pelo largo y pendiente, de pelo teñido y pantalones pitillo. La vida se convierte en porros y cervezas, en descubrimientos musicales y huidas a ninguna parte. Vemos su vida, la de Mason, la de su madre, la del ese ex que se adocena como nos adocenamos todos, como esa suerte de improvisación que todos tendemos a planear aunque no lleguemos ni a organizar. Y no podemos juzgarles, ni decirles nada por que no están haciendo nada. Simplemente están viviendo, ante tus ojos, mostrándote el paso del tiempo como esa cadena de decisiones que nos llevan aquí y allí, de mudanza en mudanza, de ciudad en ciudad, hasta que un día te paras y lo metes todo en cajas. Incluido a ti mismo.

Es nada.

La nada como forma de vida. Como slogan. Como manera de llegar a algo. La nada del silencio para poder pensar. La nada desinfoxicada. Lo que es un nada de nada.

La nada es necesaria. Necesaria para saber en qué parte estás del todo. Necesaria para seguir girando entre las masas y tomar rumbo. La nada, si la escuchas, te empuja hacia el mundo. Te dice que vuelvas antes de irte, te hace moverte tras haber parado. Y, cada poco, te incita a volver. A acurrucarte a su lado y desconectar.

Todos tenemos nadas. Momentos plagados de nadas sin pensamientos, dueños de movimientos autónomos e inconscientes, de ojos perdidos en el punto fijo del baldosín, de abstracción mayúscula con un silencio minúsculo. La nada como forma de hacer cosas sin hacerlas. Cosas que nos gustan o que no significan nada, cosas que somos capaces de ejecutar, salvajes, implacables, sin plantearnos el por qué de tenerlas que hacer. La nada está justo ahí, en el cuarto vaso del fregadero cuando friegas mirando la esquina abstracta por la que se va el agua concreta. En el capítulo repetido de Los Simpson que ya no ves sino recuerdas. En la quinta vez que miras el reloj sin ver la hora. En el trayecto ausente que recorres hasta casa saltando entre pensamientos y flotando sobre semáforos rojosverdes. En la paz a gritos de una piscina mientras flotas antes de las bombas. En aquel silencio de iglesia que precede a las lecturas corintias. En ese momento en el que el sueño del vencido te cierra los ojos pero tú, inconsciente, aún quieres abrirlos. Pero no es nada.

Noviembre. O la vida tras Breaking Bad (con spoilers).

Pienso en pensar más sobre Breaking Bad pero me quedo bloqueado, con el fondo en blanco en la pantalla brillante, sin nada que decir por temor a ser de más o a ser de menos. A decir una estupidez. El miedo a ser.

Tenemos miedo a ser nosotros, a vivirnos enteros y verdaderos, a disfrutar de nuestras miserias como si fueran bondades. Vivimos en tan perpetuo estado de aspiración que quizá no nos damos cuenta de que lo que somos ya está bien. Si ponemos por caso a Walter, a Walter White, nos encontramos con un tipo que en el que se alinea una curiosa circunstancia: el día que se da cuenta de que persona quiere ser, es el día en el que le dicen que es lo que ya no va a ser.

En esas fechas, en ese año de vida, Walter White vive su vida de forma repleta e inconsciente, acelerando procesos que hubieran tenido sentido en su juventud pero que ahora se ven como los pasos alocados de una joven estrella del rock que sabe que en el próximo punteo está la sobredosis adecuada. Walter, el padre de familia, es Heisenberg, la estrella de la meta.

Entremedias de esos 365 días tan bien contados, White sigue sin ser pero es. Es el que nunca había sido: alguien seguro de sí mismo, confiado, en la puta cresta de la ola de las casas fumigadas. Esparciendo felicidad de cristal y guardando cadáveres en esos desiertos de cielos tan metanfetamínicos que parecen decir que aquí nunca pasa nada hasta que va y pasa.

Pero el caso es que, aún en sus momentos más oscuros, en sus decisiones más jodidamente absurdas, son cosas probables. Walter White lleva el comportamiento de la clase media al delito criminal absoluto, con su conciencia social y todas esas cosas. El verdadero problema, entonces, es que el señor White tiene que ser uno aquí y el otro allí. No puede terminar de ser. No puede eclosionar, estallar de júbilo y celebrar con sus colegas que ha matado a Gustavo en un golpe de mil demonios que será recordado por la eternidad. No puede hacerlo por que él no es así.

No se cree a ese nivel, aunque lo está. La moral de White, la de la clase media que casisomos, nos hace guiños de complicidad, pidiéndonos que entendamos lo que hace y que incluso veamos como absurdas las reacciones viscerales de Jesse únicamente por que este es el típico yonki ahostiable que todos hemos conocido en la vida. Poco tardas en comprender que es él el único con un verdadero sentido de lo que está bien y de lo que está mal: una moral que no esté basada en la familia o el código. Una moral humana simplificada en el hecho de no matar ni a civiles ni a niños, de ser fiel a la palabra del otro, de dejar que cada uno haga su vida como si fuera realmente suya. Algo que Walter no entiende por que Walter, que es el listo, el profe, siempre cree tener una razón que, aún teniendo, termina siendo dañina para todos.

Por que lo que Walter trata de hacer, ese salto mortal hacia atrás con un cuñado un la DEA y una mujer en un túnel de lavado no es más que una sala de espera para tus problemas, que hace cola en la puerta. White se labra, lenta pero inexorablemente un futuro basado en movimientos imposibles que salen bien pero que, tal y como es la vida, un día te vuelven en forma de serendipia mientras te limpias el culo leyendo la dedicatoria de un libro.

Son cosas que pasan por que en la vida, aunque no lo parezca, esas cosas pasan. Pasa que un día te levantas y tu vida no es como querías que fuera y dices mecaguenlaputa me monto un laboratorio. Pasa que una mañana cuando todo va bien vas al médico y ya no va tan bien. Es entonces cuando, enfrentado ante ti mismo, tu legado y unas cuantas polleces más que te han enseñado que deberías tener, te ves y no te reconoces en ese padre de familia aburrido, al que no le extraña el cáncer si no su vida. El mismo que vive su momento de gloria, su mayor cercanía a la felicidad más absoluta, el día que tras cocinar la primera remesa de meta, llega a la cama con Skyler para tocar con los dedos el cielo y otra serie de cosas que no vamos a mencionar por si hay niños delante. O agentes de la DEA.

Y así, Breaking Bad, ese narcocorrido shakespeariano de Alburquerque, te deja con la imperiosa necesidad de ver a Walter tranquilo, disfrutando de su dominio tras haber matado a todos esos psicópatas que representan el mal más absurdo y paleto, tocando sus instrumentos con el único deseo de, por un momento, volver a ser Heisenberg y que nada hubiera pasado. Volver a ser quien fue durante ese año en el que se permitió, con la libertad que da la muerte, hacer lo que le saliera de los huevos. Como si nada ni nadie importara excepto el saber que estabas haciendo lo que en realidad querías hacer.

Los Detectives Salvajes, Bolaño y la literatura en párrafos

TRIBUTO AL MAESTRO

Es difícil hablar de Roberto Bolaño mientras los tiros de «El Jinete Pálido» de Clint Eastwood resuenan en el salón. En realidad, se me antoja difícil hablar de la obra de Roberto Bolaño siempre, como si no hubiera palabras o yo no las conociera para describir lo que este señor hace con las voces y la literatura.

Personaje y escritor, Bolaño me es desconocido. Ni sé mucho de su vida (Wikipedia y ya), ni sé mucho de su obra. Sólo he leido dos libros, este que nos ocupa y 2666. Primero fue el último y, tras acabar esa obra inconclusa, tras sentir que algún día tendría que volver a leerlo, supe que sería imposible llegar a comprender en su totalidad lo que ese tipo tenía en la cabeza para crear lo que creó.

Por la época y el momento, no saqué ningún párrafo de aquella novela única, completa e inabarcable. Por que uno, habitualmente, espera de un escritor una voz y algún cambio de estilo. Uno confía en unos determinados patrones de estructura que guíen tu cabeza a través del papel. Con Bolaño eso desaparece, los personajes vienen y van y la obra es lo único que continúa estando ahí. Como si la novela fuera la vida, que pasa estemos o no ante ella. Como si oyéramos al árbol caer en mitad del bosque sin estar en ese puto bosque.

Es, 2666, el testamento literario de un escritor que había nacido para hacer lo que hizo, por eso, entre lecturas, uno siente que él mismo escribió su historia, que sacó fuera todas esas voces que tenía en su interior, todos aquellos «Bolaños» que no había sido porque había sido escritor, por que se había dedicado a leer, a conocer el mundo a través de las gafas y las penumbras.

Du - Das Kunstmagazin / 819

Ahora, leyendo Los Detectives Salvajes, uno entiende parte de la estructura de 2666, como si la una fuera el ensayo de la otra sin que una y otra estén relacionadas. Aquí, con los Salvajes, Bolaño cuenta una historia que no es tal: la de dos personas a las que no vemos ni escuchamos pero que existen a través de los ojos de todos sus encuentros, todos sus amigos, en una travesía vital y estúpida, muy del siglo XX, en la que todo lo que importa siempre se queda en nada. Biográfica y ficticia, absurdamente trágica, brutal de principio a fin.

Los Detectives Salvajes es un ejercicio total en el que la acción de unos protagonistas ausentes se convierte en la obra en sí. El juego, entonces, está en que la única forma que tendremos de conocer esa obra en su totalidad será a través de la visión de los otros, de los críticos, como si sólo el espectador externo pudiera entender lo que ha ocurrido, lo que ha leído.

Y ya. Poco más se puede decir sin hablar de lo que no se sabe. En realidad ni esto tendría que haber dicho. Puesto los párrafos y listos. Unos párrafos muy personales, que uno señala por lo que él ve, no por lo que verán ustedes. Por eso, si tal, ya saben, Bolaño, Roberto.

15 de diciembre

A don Crispín Zamora no le gusta hablar de la guerra de España. Le pregunté, entonces, la razón por la que bautizó su librería con un nombre que evoca hechos marciales. Confesó que no se lo puso él, sino el propietario anterior, un coronel de la República que se cubrió de gloria en dicha batalla. En las palabras de don Crispín descubro un deje de ironía. Le hablo, a petición suya, del realismo visceral. Después de hacer algunas observaciones del tipo «el realismo nunca es visceral», «lo visceral pertenece al mundo onírico», etcétera, que más bien me desconciertan, postula que a los muchachos pobres no nos queda otro remedio que la vanguardia literaria. Le pregunto a qué se refiere exactamente con la expresión «muchachos pobres». Yo no soy precisamente un ejemplar de «muchacho pobre». Al menos no en el DF. Pero luego pienso en el cuarto de vecindad que Rosario comparte conmigo y mi desacuerdo inicial comienza a desvanecerse. El problema con la literatura, como con la vida, dice don Crispín, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón. Hasta allí tenía la impresión de que don Crispín hablaba por hablar.

Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, enero de 1977. Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación. Tomemos, por ejemplo, un lector medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de literatura. Bien, ahí está. Ese hombre puede leer aquello que se escribe para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede leer cualquier otra clase de literatura, con ojo crítico, sin complicidades absurdas o lamentables, con desapasionamiento. Eso es lo que yo creo. No quiero ofender a nadie.

Ahora tomemos al lector desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de leer el Werther.

Rafael Barrios, café Quito, calle Bucareli, México DF, mayo de 1977. Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria (con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revés si eres zurdo), madrigales, poemas-novela, sonetos cuya última palabra siempre es la misma, mensajes de sólo tres palabras escritos en las paredes («No puedo más», «Laura, te amo», etc.), diarios desmesurados, mail- poetry, projective verse, poesía conversacional, antipoesía, poesía concreta brasileña (escrita en portugués de diccionario), poemas en prosa policíacos (se cuenta con extrema economía una historia policial, la última frase la dilucida o no), parábolas, fábulas, teatro del absurdo, pop-art, haikús, epigramas (en realidad imitaciones o variaciones de Catulo, casi todas de Moctezuma Rodríguez), poesía- desperada (baladas del Oeste), poesía georgiana, poesía de la experiencia, poesía beat, apócrifos de bp—Nichol, de John Giorno, de John Cage (A Yearfrom Monday), de Ted Berrigan, del hermano Antoninus, de Armand Schwerner (The Tablets), poesía letrista, caligramas, poesía eléctrica (Bulteau, Messagier), poesía sanguinaria (tres muertos como mínimo), poesía pornográfica (variantes heterosexual, homosexual y bisexual, independientemente de la inclinación particular del poeta), poemas apócrifos de los nadaístas colombianos, horazerianos del Perú, catalépticos de Uruguay, tzantzicos de Ecuador, caníbales brasileños, teatro Nó proletario… Incluso sacamos una revista… Nos movimos… Nos movimos… Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien.

Iñaki Echavarne, bar Giardinetto, calle Granada del Penedés, Barcelona, julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

Imágenes del post gracias a los perfiles de Flickr de Micky the pixelFlorinda Power

Drive, la paz para los malvados, y los héroes silenciosos

Termino ahora de ver «Drive» en una noche de verano en pleno mayo. Me quedo traspuesto con la música, los silencios y pensando en Frank Capra III. Todo, obviamente, tiene sentido excepto lo de Capra, que también. Primero divagaba uno sobre la importancia de la música en ciertas películas, en los finales de ciertas series, en los «tempos» del arte audiovisual en general. Después, en menor medida, pensaba uno en «No Habrá Paz Para Los Malvados», esa suerte de película extraña, ausente y rara en la que Coronado hace del que no es José Mota en Cruz y Raya a base de pocas palabras, inquietantes motivos y mucho cubata sin hielo. Y de ahí, a la necesidad creciente de héroes silenciosos, callados, casi quietos y sin profundidad que podemos ver en estas dos películas.

into the storm

Divagación (y 1)

Hay, parece, como ganas de que sea el espectador el que ponga los problemas en la cabeza del protagonista, que sea el propio cliente quien imagine parte de la historia, quien complete los huecos de personajes un tanto vacíos, un tanto absurdos en ocasiones, un tanto poco. Drive, esa película que te absorve a base de silencios tortuosos, en los que llegas a dudar de la capacidad mental del protagonista, se estructura entorno a circunstancias que desconocemos. Ryan rompe cabezas callado, desmenuza sesos con una profundidad interior que nos hace suponer que por algo será, aunque, como es lógico, no sea por nada.

Coronado, español, reparte tiros con sobria precisión entre las brumas de putiferios y chalets del 11-M como si detrás de todo eso hubiera algo que se nos escapa. Tanto, que uno se queda con la sensación de que todo se ha estructurado entorno a algo que no existe. Como si el desenlace nos llevara hasta el final sin necesidad de pararnos en los porqués.

Los dos, el Ryan y el Coronado, se reparten entre sus personajes tantas culpas como nosotros mismos queramos ponerles, tanta justificación a sus actos, buenos en el fondo, ilógicos en la forma, como queramos otorgarles. Cualquiera puede ser un héroe. Cualquiera puede tener una excusa. Y cualquiera eres tú.

Divagación (y 2)

Termina Drive y termina la paz para los malvados en un silencio sostenido (¿se puede sostener el silencio?) que nos deja en ese impás tan de serie, tan de capítulo que acaba pero no. Quizá sea eso. Recuerdo Weeds y a Nancy. Y sus finales musicales épicos, en los que la música rompe con la acción y la risa, marcando drama o absurdo, aumentando el disparate (¿más aún?), dejándonos con ganas de más malas hierbas.

Quizá sea eso. Las películas se «aserian». Nos han enseñado las series, las buenas series, algunas de las mejores series, a seguir de cerca, con ganas y pasión a los malos más malos. A desear más del malo, a difuminar, de nuevo, la barrera del bien y del mal. En ellas, en las series, la justificación está justificada. Uno entiende a Tony Soprano tras seis años seguidos viviendo su vida, aguantando a su familia, soportando la presión. Uno comprende a Walter White cuando se siente ninguneado, cuando el dinero ya no es suficiente, cuando lo que importa es el poder y la familia. Uno entiende muchas cosas cuando se las explican.

V

Divagación (y 3) 

Entonces, lo que falta, o puede que falte, sean ganas de explicar las cosas. Quizá prefieren que seamos nosotros los que entendamos. Con los buenos y con los malos.  Sin necesidad de trasfondo, con una superficialidad envolvente, musical, perfecta, en la que todo es así por que tiene que ser así. Por que la vida me ha llevado aquí. Por que él quería acuchillarme. Por que ellos me hicieron algo que no te explico. Por que el gobierno anterior hizo lo que hizo.

Por que la culpa, al fin y al cabo, no es mia, si no de todas las decisiones previas que ninguno de nosotros tomamos, que nadie tomó, que se tomaron solas, como si de repente hubieramos aparecido aquí, en el 2012, con una pistola entre las manos, conduciendo ensangrentados mientras volamos hacia un jodido precipicio de deudas, involución y falta de educación. Sin saber cómo. Sin preguntarnos por qué. Solamente por que sí.

Divagación (y 4)

¿Y Frank Capra III? ¿Qué me dicen de Frank Capra III? ¿Será familia del otro Frank Capra? ¿El Frank Capra I? Su nombre, escrito en letras rosas de Dirty Dancing que acompañan a Drive, aparece destacado, con esos tres palos romanos, símbolo de saga, muestra de poder y genealogía durante los créditos de una película redonda que te lleva por donde quiere, hasta divagar sobre si el muchacho sufre o no sufre, hasta dejarte en mitad de una carretera, herido y sin respuestas, mientras la banda sonora hace lo que hoy por hoy tiene que hacer: Dejarte pensando si lo que has visto tiene algún sentido o es, simple y llanamente, puro artificio. Pues eso.

Fotos gracias al Flickr de James_Clear y Davwon

Hermano Lobo, una revista para el ayer y el hoy

Diccionario de Coll - Hermano Lobo

Recuerda mi memoria los años en que leía El Jueves sí o sí, las primeras compras y las primeras sorpresas. De ahí, salta esta memoria mia a las conversaciones con mi padre, cuando me contaba que antes de El Jueves hubo otros, con otra revista, que se llamaba Hermano Lobo y que antes de aquellos aún hubo más otros, con otra revista, llamada La Codorniz. Y que esos, los unos y los otros, fueron los que hicieron este país mejor a base de ironía, cultura y pensamiento libre.

Y hoy, con el pensamiento libre un tanto parado y la candidez y la corrección política instaladas en nuestras imprentas vemos que lo de ayer es lo de hoy. Que, viendo lo de ahí abajo, lo que Hermano Lobo dibujaba no es más que la demostración cíclica de nuestra realidad: que somos lo que se conoce como un país sisifado, que sube la misma piedra de la estupidez una y otra vez hacia la colina de la ineptitud.
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Philipp Halsman y la fotografía «jumpology»

¿Se acuerdan cuando estuvieron en ese sitio tan bonito y le dijo a su acompañante: «¡Hazme una foto saltando!»? ¿Lo recuerdan? Seguro que sí. Seguro que tienen alguna que otra fotografía saltando en algún monumento, en algún lugar rebonico o especial. Y seguro que lo han repetido varias veces por que, como sabrán, no es fácil pillar un salto y que además salgamos con buena cara. Ahora que han recordado, piensen en Philipp Halsman, el fotógrafo que convirtió el salto en fotografía. El tipo que realizó más de 100 fotografías para la revista Time. El mismo que fue acusado de parricidio cuando aún no había hecho saltar a nadie ante su objetivo. El amigo de Albert Einstein. El paciente de Sigmund Freud. Sí. Ese.  Read On…

El día de Reyes y la revista Orsai

Hoy, 14 de marzo de 2012 acabo de recibir mi regalo de Reyes Magos. Hoy, 14 de marzo, tengo entre mis piernas, aupada sobre una media luna sujeta-ordenadores, la revista Orsai Número 5. Hoy, por tanto, respiro feliz mientras paso sus hojas por mi nariz y hoy, en esta noche de verano en plena primavera, veo satisfecho como el proyecto más ilusionante que jamás he conocido tiene la forma perfecta que tienen las cosas buenas.

Entretanto, en el baño, en el wáter o el excusado, aupada sobre una lavadora fina y “temblocosa” descansa la revista Orsai Número 4. Entre ambas han pasado cientos de días y millones de cosas. Hemos cambiado de gobierno. Hemos seguido con la crisis y hemos entrado (y salido) de mil recesiones y tres reformas laborales.

Entre esas dos revistas, decía, han pasado casi 100 días y unas Navidades en las que recibí un regalo que no era tal. Fue, por tanto, un regalo sin regalo, un regalo puesto en boca y sin envolver. El regalo inexistente que más ilusión me ha hecho nunca. El regalo que hoy, 14 de marzo, he ido a buscar a la tienda de cómics de Valladolid. Y es que hoy, para mi, es 6 de enero.

Todo es empezar

La historia comienza con ella. Ella se llama Elena. Y fue ella la que, tras meses escuchándome hablar y hablar de una revista y un gordito, decidió pasar a la acción. Captó, como se suele decir, las indirectas al vuelo. Pilló el sentido y, armada de paciencia con un ordenador destartalado, escribió un correo electrónico al mismísimo Hernán Casciari.

La secuencia de acontecimientos posterior fue lo que más tarde sería mi propio regalo. Elena, sin saberlo, me regaló una historia y 6 revistas. Lo hizo sin querer por tratar de darme un cheque regalo, un algo que dijera que sí, que estoy suscrito a Orsai, que ella ha pagado pero que yo, lector feliz, soy el “recibiente” de la “revistante”.

Así, escribió a un mail a un señor llamado, como decíamos, Hernán Casciari. Le explicó la peripecia, esa que dice que que “mire, quiero regalarle a una suscripción a su revista a mi pareja” y tal. Por lo que sé, esa misma historia terminó con un, “Sí, en unos días pondremos algo para que puedas hacer el cheque regalo pero es que claro, soy yo y el de las Pizzas”.

Pasaron los días y ella, Elena, volvió a ponerse en contacto con el, Hernán, para recibir la misma respuesta: el espacio y el tiempo lo complican todo. Haya paz a los hermanos de buena voluntad.

El entretiempo

Tiempo después, bastante tiempo después, nos dimos los regalos y llegó la explicación. Estás suscrito a Orsai pero no. He hablado con Hernán Casciari pero tampoco. Entonces, en ese mismo momento, en otro ordenador y con otra tarjeta de crédito me autoregalé la suscripción anual a la revista Orsai. Esa que hoy, día 14 de marzo, día de Reyes, he recogido envuelta en una caja en la que meter las otras cuatro revistas.

Y así se cumple el ciclo que comencé un día a toro pasado. El mismo día que me lancé, crecido por una nómina recién llegada, a comprar el primer número de una revista que ya iba por la segunda entrega.

Semanas después, enganchado a su lenguaje y a su formato, a su forma de hacer las cosas sin querer hacerlas, compré el segundo número. Y el tercero y el cuarto. Los fui leyendo con devoción, con una devoción desaparecida en religiones e ideologías, con una devoción creyente y esperanzadora: esperanza en una nueva forma de hacer las cosas que yo mismo trataba de aplicar a mi propio día a día. Creencia en las personas que hacen cosas por hacerlas y disfrutarlas, por sentirlas y vivirlas en un mundo tan inmediato que parece que nos olvidamos de vivir, disfrutar y de leer en el baño.

Ahora, mientras escribo, miro la portada creada por unos tipos que aseguran trabajar en enero y publicar en febrero. Yo lo recibo en un marzo que parece verano y en un día que es día de Reyes. Es lo que tienen las cosas bellas. Da igual cuando lleguen. Mientras sigan llegando. Mientras nos sigan ilusionando.

Las fotografías del post son parte de una ilustración de Javier Olivares y una foto del perfil en Flickr de Javier Mcallan

De postre, un vídeo en el que el mismo Hernan te cuenta qué es Orsai y porqué merece la pena pagar por disfrutar.

 

Carlos, un Chacal y una miniserie

Carlos-chacal-miniserie

Lo peor de ser un mito es seguir vivo para verlo. Carlos «El Chacal» es un mito, un mito del terrorismo, de esa época en que algunas luchas todavía parecían tener sentido, un mito vivito y encerrado que cada día se parece más a un Arturo Fernández con la cara de Rubén Darío. Carlos, «El Chacal», es por tanto, un mito mitificado por las películas, las series y las novelas esas de perseguir gente. Es un ente abstracto que parece pulular por los imaginarios colectivos como el megamafioso que nunca llegó a ser, invisible, parapetado tras mil disfraces y rodeado de contactos tanto en un lado como en el otro.

De ahí que por eso sea tan necesaria una serie como Carlos. Una serie que ya desde el título nos dice que vamos a ver a CARLOS. Al hombre que se llamaba Carlos y que, durante un tiempo, fue conocido como el Chacal. Un tiempo en el que aún de terrorista, seguía siendo Carlos: el hombre imperfecto, machista y manipulador; demagogo a manos llenas en un mundo que admitía la demagogia para pensar que otro mundo (y otro ser humano) eran posibles.

Luego, cuando se descubrió el pastel soviético, cuando la utopía se transformó en fosa, Carlos el Chacal volvió a ser Carlos, el hombre, ya fondón y borrachillo, obsesionado por su imagen y su seguridad, paranoico entre paranoicos, enano entre gigantes. Por eso, en esta serie, nos muestran al ser humano. A la persona que durante un tiempo se creyó en poder de la verdad más absoluta escoltado por políticos corruptos, ideologías venidas a menos y territorios en lucha constante. Vemos a Carlos cuando mata, bomba en mano, pero también lo vemos cuando folla, cuando pierde los nervios y cuando, desnudo, se mira ante el espejo para comprobar que el tiempo, más que pasar, le está explotando entre las manos.

Para contar todo esto, esta miniserie nos ofrece unos episodios de más de una hora y media cada uno en los que degustar la evolución e involución de un tipo que comenzó con principios y terminó sin finales. Con el impecable actor venezolano Edgar Ramírez como Carlos, la serie nos lleva a un buen rosario de países para describir, explicar y contextualizar el enorme cristo geopolítico que había montado en el mundo entre los años 70 y 80. Para eso, los directores nos sitúan aquí y allá al buen tun-tun, pero sin que logremos perder en ningún momento el hilo de lo que está ocurriendo.

Con una imagen cuidada y adaptada al tiempo que describe, Carlos recuerda, y mucho, a ese peliculón disfrazado de obra maestra que es «El Profeta«, una película de larga duración y que, al igual que esta, describe con detalle los procesos que llevan a un tipo a estar donde está en la actualidad. De ahí que las dos redunden en unos tiempos largos y en una narración lenta: las cosas no pasan porque sí. Las cosas, cuando pasan, se maceran en un millón de sensaciones, hechos y decisiones. Y eso, cuando te lo explican, es lo único que te permite ver a la persona por encima del personaje.

Tras ver la serie, para no variar, uno termina sintiendo la necesidad de saber un poco más de Carlos y su vida. De relacionar los acontecimientos vistos en la pantalla con los reflejados en las noticias. Por eso, tras poca búsqueda, acaba apareciendo el rastro de Carlos en la actualidad. Más allá de los continuos juicios por los continuos atentados, Carlos sigue casado con una mujer que, arroyada por su personalidad, cree en su inocencia, en la conspiración y en un montón de cosas más.

Pero es difícil. Hablamos de un tipo que, bien acompañadito, secuestró a los dirigentes de la OPEP y que contribuyó, y mucho, al estado paramilitar que se vive hoy en día en todos los centros públicos u otros órganos de poder. Una época, la suya, en que secuestrar a alguien y pedir un avión era, si no normal, si habitual. Una época que, vista ahora, debió pillar de improviso a muchos, incapaces de reconocer que la lucha terrorista cobraba fuerza en las manos de un venezolano galán y locuaz.

Ahora, en cambio, nos llevamos las manos a la cabeza cuando uno de nuestros jóvenes se va de picos pardos con Al-Qaeda sin reparar en todas aquellas células de imberbes hijos del capitalismo que fueron entrenados en pos de la resistencia palestina (y otras resistencias) y que, al final, han terminado por ser malas bromas del sistema. Una especie de víctimas de la heroína ochentera que, en vez de droga, tomaron ideología a manos llenas.

Aún con esas, aún hoy, hablar de Carlos «El Chacal» es hablar de detención ilegal (que sí) y de un buen número de tropelías más pero, como siempre, la sangre que derramó oscurece lo irregular del proceso… De ahí que más allá de eso, lo único que nos queda hoy es la figura bonachona de un tipo canoso, elegante en su vejez, al que de vez en cuando Hugo Chávez menta para ganar puntos entre todo tipo de descerebrados. Y ya.

BirdBoy y el Goya al Mejor Corto

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En poco menos de un mes, el próximo 19 de Febrero tendrá lugar la ceremonia de entrega de los Goya en Madrid. Entre toda la parafernalia (y parafílias) que rodean la gala de estos premios de cine destaca el premio al Mejor Corto. Uno de los participantes será este BirdBoy, del que se pueden destacar un buen montón de cosas: desde su maravillosa animación, a la forma en que nos muestra un mundo destrozado, repleto de vicios y con muy pocas virtudes. Y todo rodeado de un ambiente que un principio parece infantil para después parecer horriblemente adulto.

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3,2 (Lo que hacen las novias)

Corto-Lo-Que-Hacen-las-novias

El amarse, el quererse, el follarse, es de esas cosas que, de vez en cuando, duelen. Este corto, titulado «3,2 (lo que hacen las novias)», nos duele por la situación: pareja busca hacer un trio con un tio malote (con barba). Y porahí comienza todo y por ahí se entreteje todo. Entremedias, Marta Hazas (la Bandolera) se marca un speech de esos que son difíciles de mantener:

«Diferencia: entre el día que decidí dejar de quererte y el día que lo conseguí».

Por el camino, amor de rutina y recuerdos de esos que duelen amargo, es decir, de los que importan. Porque, al final, todo aquello que nos importa viaja entre la belleza y la tristeza. Es sólo cuestión de tiempo, salud y oportunidad.

El corto, lo encontré por aquí, en Iamhere Magazine y es obra de Jota Linares.

Webcam, un corto «espía»

Corto-WebCam

Cámaras. Cámaras Web. Cámaras de video vigilancia. Cámaras por todos los lados que graban todos los ángulos de nuestras vidas. De algo así trata el corto de hoy: de la posibilidad (remotamente probable) de que alguien te hackee la cámara web de tu ordenador y, desde ese momento, comience a mirar por el agujero de tu cerradura.

Grabado por completo con una cámara web, tiene poco más de siete minutos de duración y pese a no ser algo para los anales de la nada, muestra lo que quiere mostrar con un toque final. Sin prisa pero sin pausa.

Hoy he aprendido… qué es un lipograma

Que es un Lipograma

Iba a intentar hacer un lipograma para explicar qué es un lipograma. Pero no. Porque para hacer un lipograma debería escribir este texto obviando cualquier palabra que tuviera una vocal concreta. Preferentemente la «a» o la «e». Estas dos vocales, las más frecuentes en castellano complicarían algo que, por ser, no es más que un artificio lingüístico. Un puro, duro y complicadamente bonito artilugio literario. Read On…