Boyhood y la preciosa nada

Exiliado del salón por el repentino descubrimiento de mi timidez escritora, me refugio en la habitación de las oposiciones para volver al blog, como quien vuelve al gimnasio, o a la dieta, o a esos hábitos saludables a los que uno quiere tender cuando pasa o se acerca a cierta edad.

Cambio de silla por que me molesta y busco el momento y el espacio para escribir aquí de Boyhood. Es un milagro, puesto que aún no he encontrado ni el tiempo ni el espacio para hablar de The Newsroom o de Borgen. Escribir, esa cosa que uno quiere pero que termina por no hacer sin saber muy bien por qué. Escribir, mi constante propósito. Mi nuevoviejo deseo de cada año. Escribir sobre aquello que me gusta y me mueve. Que me llega. Como me llega la esperanza que te queda en la garganta y en la comisura de una lágrima cuando termina Boyhood y confías en que siga. En que vuelva a empezar. En proseguir con ese viaje por la vida de la gente. Una vida en la que no pasa nada por que la vida es eso, un conjunto de nadas repletas de intensidades momentáneas que luego se evaporan.

Boyhood es un viaje y, a la vez, un experimento maravilloso, loco y arriesgado sobre ese círculo vicioso que es ser adulto o parecerlo. Por que en Boyhood los adultos no son más que adolescentes sobrecogidos por lo que se les viene encima: adolescentes que beben, que pegan, que se enfadan por causas que no comprenden, adolescentes que dejaron de serlo sin darse cuenta y que ahora, ya crecidos y con hijos, afrontan ese otro paso que no acabas de comprender nunca: el paso de educar a alguien en lo que tú querrías ser sin saber muy bien cómo hacerlo.

En Boyhood, a la vez, no pasa nada. Sigue esa línea tan de Mad Men en la que las cosas no pasan sino que se deslizan por la vida de forma sibilina, esperando su momento, tomándose su tiempo. Como en la propia vida que vivimos, esa en la que no hay una acción, reacción, repercusión sino una acción y, ya si eso, quizá, habrá una reacción y una repercusión. Pero puede que no ahora. Puede que mañana. O puede que nunca.

Esa aleatoriedad de la vida es algo que no llevamos nada bien como humanos. El propio lenguaje audiovisual da cuenta de ello: en el cine, en las series, todo es el ya. Todo ocurre en ese instante en el que miramos por la mirilla de la cámara y vemos la acción y la repercusión. Todo en pocos planos. Todo en pocos segundos.

El cine, las series, la tele, nos enseñan a creer que nuestra vida tiene que ser un constante ya plagado de momentos únicos: que tienes que salir de casa e, inmediatamente, estar en la playa, rodeado de tus amigos. Aunque vivas en mitad de la puta nada, siempre hay un lugar único que te hará sentir especial. No hay tiempos muertos, no hay colas, no hay paradas. Solo hay historias importantes que son ya. Aquí. Para que las veas. Por que la vida grabada que nos enseña el cine está hecha sólo de las cosas que importan, de momentos memorables que solo vemos por que tienen un sentido dentro de la historia. Para bien o para mal.

Quizá Boyhood (y, a su modo, MadMen) nos pongan un poco en nuestro sitio: en realidad no ocurre nada y ocurre todo. La vida en Boyhood no es más que un tránsito constante de pequeños momentos aburridos o chocantes, tristes o divertidos. No son más que esas cosas que te pasan y te configuran, esas cosas que ves cuando no estás haciendo nada, ese grito que te rompe el pensamiento o ese adulto que muestra su miedo ante la vida gritándote por cosas que no entiendes.

La vida, entonces, va pasando y la vemos desarrollarse en forma de pelo largo y pendiente, de pelo teñido y pantalones pitillo. La vida se convierte en porros y cervezas, en descubrimientos musicales y huidas a ninguna parte. Vemos su vida, la de Mason, la de su madre, la del ese ex que se adocena como nos adocenamos todos, como esa suerte de improvisación que todos tendemos a planear aunque no lleguemos ni a organizar. Y no podemos juzgarles, ni decirles nada por que no están haciendo nada. Simplemente están viviendo, ante tus ojos, mostrándote el paso del tiempo como esa cadena de decisiones que nos llevan aquí y allí, de mudanza en mudanza, de ciudad en ciudad, hasta que un día te paras y lo metes todo en cajas. Incluido a ti mismo.

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