Archive for the ‘Series y cine’ Category

Borgen y el olor de Dinamarca

Serie Borgen

Conste (por posibles spoilers) que acabo de aterrizar en ella y que tan sólo me he comido la primera temporada enterita, en cápsulas de un episodio al día, dejándome llevar por una señora que dignifica el papel de la política subsistiendo entre la familia, el sentido común y las triquiñuelas de hijosdelagranputa que todo parlamento debe tener.

Y puede que me decepcione. Puede que a los guionistas se les vaya de las manos con los ácidos y termine siendo un culebrón intrincado y ‘putanesco’ pero también puede que, quizá, se limite a mostrarnos el día a día de un país del que, dentro de lo que cabe, querría ser cualquiera. Que no es lo mismo que te digan que te nacionalices danés a del ISIS y eso lo sabemos todos.

También puede ser que Borgen baje el tono de la epicidad y que ella, tan «Zapatero 2004» deje de ser la amiga del pueblo para convertirse en la típica destriparivales hijalagranputa que dignifica a cualquier gran serie. Por que en todas las series hay buenos y malos pero las mejores siempre son aquellas en las que el bueno y el malo son, casualmente el mismo. El mismo hijolagranputa al que, casualmente, entendemos en sus motivaciones.

Y así, Borgen, entretanto, mantiene el nivel de una serie política sin necesitar un castillo de naipes con tríos, asesinatos de bajas vías y periodistas encarcelados. Por que se puede hacer ficción no espectacular, simplemente seria y responsable sin meter tramas de guión imposibles y locuras de las de WTF-que-la-ha-tirado-al-tren.

Y ya. Por que podríamos hablar mucho y largo, sobre el papel de la mujer, el de la comunicación y el periodismo (también nos toca, también) o sobre la independencia de Groenlandia pero no es el momento. Por ahora.

Boyhood y la preciosa nada

Cambio de silla por que me molesta y busco el momento y el espacio para escribir aquí de Boyhood. Es un milagro, puesto que aún no he encontrado ni el tiempo ni el espacio para hablar de The Newsroom o de Borgen. Escribir, esa cosa que uno quiere pero que termina por no hacer sin saber muy bien por qué. Escribir, mi constante propósito. Mi nuevoviejo deseo de cada año. Escribir sobre aquello que me gusta y me mueve. Que me llega. Como me llega la esperanza que te queda en la garganta y en la comisura de una lágrima cuando termina Boyhood y confías en que siga. En que vuelva a empezar. En proseguir con ese viaje por la vida de la gente. Una vida en la que no pasa nada por que la vida es eso, un conjunto de nadas repletas de intensidades momentáneas que luego se evaporan.

Boyhood es un viaje y, a la vez, un experimento maravilloso, loco y arriesgado sobre ese círculo vicioso que es ser adulto o parecerlo. Por que en Boyhood los adultos no son más que adolescentes sobrecogidos por lo que se les viene encima: adolescentes que beben, que pegan, que se enfadan por causas que no comprenden, adolescentes que dejaron de serlo sin darse cuenta y que ahora, ya crecidos y con hijos, afrontan ese otro paso que no acabas de comprender nunca: el paso de educar a alguien en lo que tú querrías ser sin saber muy bien cómo hacerlo.

En Boyhood, a la vez, no pasa nada. Sigue esa línea tan de Mad Men en la que las cosas no pasan sino que se deslizan por la vida de forma sibilina, esperando su momento, tomándose su tiempo. Como en la propia vida que vivimos, esa en la que no hay una acción, reacción, repercusión sino una acción y, ya si eso, quizá, habrá una reacción y una repercusión. Pero puede que no ahora. Puede que mañana. O puede que nunca.

Esa aleatoriedad de la vida es algo que no llevamos nada bien como humanos. El propio lenguaje audiovisual da cuenta de ello: en el cine, en las series, todo es el ya. Todo ocurre en ese instante en el que miramos por la mirilla de la cámara y vemos la acción y la repercusión. Todo en pocos planos. Todo en pocos segundos.

El cine, las series, la tele, nos enseñan a creer que nuestra vida tiene que ser un constante ya plagado de momentos únicos: que tienes que salir de casa e, inmediatamente, estar en la playa, rodeado de tus amigos. Aunque vivas en mitad de la puta nada, siempre hay un lugar único que te hará sentir especial. No hay tiempos muertos, no hay colas, no hay paradas. Solo hay historias importantes que son ya. Aquí. Para que las veas. Por que la vida grabada que nos enseña el cine está hecha sólo de las cosas que importan, de momentos memorables que solo vemos por que tienen un sentido dentro de la historia. Para bien o para mal.

Quizá Boyhood (y, a su modo, MadMen) nos pongan un poco en nuestro sitio: en realidad no ocurre nada y ocurre todo. La vida en Boyhood no es más que un tránsito constante de pequeños momentos aburridos o chocantes, tristes o divertidos. No son más que esas cosas que te pasan y te configuran, esas cosas que ves cuando no estás haciendo nada, ese grito que te rompe el pensamiento o ese adulto que muestra su miedo ante la vida gritándote por cosas que no entiendes.

La vida, entonces, va pasando y la vemos desarrollarse en forma de pelo largo y pendiente, de pelo teñido y pantalones pitillo. La vida se convierte en porros y cervezas, en descubrimientos musicales y huidas a ninguna parte. Vemos su vida, la de Mason, la de su madre, la del ese ex que se adocena como nos adocenamos todos, como esa suerte de improvisación que todos tendemos a planear aunque no lleguemos ni a organizar. Y no podemos juzgarles, ni decirles nada por que no están haciendo nada. Simplemente están viviendo, ante tus ojos, mostrándote el paso del tiempo como esa cadena de decisiones que nos llevan aquí y allí, de mudanza en mudanza, de ciudad en ciudad, hasta que un día te paras y lo metes todo en cajas. Incluido a ti mismo.

Noviembre. O la vida tras Breaking Bad (con spoilers).

Pienso en pensar más sobre Breaking Bad pero me quedo bloqueado, con el fondo en blanco en la pantalla brillante, sin nada que decir por temor a ser de más o a ser de menos. A decir una estupidez. El miedo a ser.

Tenemos miedo a ser nosotros, a vivirnos enteros y verdaderos, a disfrutar de nuestras miserias como si fueran bondades. Vivimos en tan perpetuo estado de aspiración que quizá no nos damos cuenta de que lo que somos ya está bien. Si ponemos por caso a Walter, a Walter White, nos encontramos con un tipo que en el que se alinea una curiosa circunstancia: el día que se da cuenta de que persona quiere ser, es el día en el que le dicen que es lo que ya no va a ser.

En esas fechas, en ese año de vida, Walter White vive su vida de forma repleta e inconsciente, acelerando procesos que hubieran tenido sentido en su juventud pero que ahora se ven como los pasos alocados de una joven estrella del rock que sabe que en el próximo punteo está la sobredosis adecuada. Walter, el padre de familia, es Heisenberg, la estrella de la meta.

Entremedias de esos 365 días tan bien contados, White sigue sin ser pero es. Es el que nunca había sido: alguien seguro de sí mismo, confiado, en la puta cresta de la ola de las casas fumigadas. Esparciendo felicidad de cristal y guardando cadáveres en esos desiertos de cielos tan metanfetamínicos que parecen decir que aquí nunca pasa nada hasta que va y pasa.

Pero el caso es que, aún en sus momentos más oscuros, en sus decisiones más jodidamente absurdas, son cosas probables. Walter White lleva el comportamiento de la clase media al delito criminal absoluto, con su conciencia social y todas esas cosas. El verdadero problema, entonces, es que el señor White tiene que ser uno aquí y el otro allí. No puede terminar de ser. No puede eclosionar, estallar de júbilo y celebrar con sus colegas que ha matado a Gustavo en un golpe de mil demonios que será recordado por la eternidad. No puede hacerlo por que él no es así.

No se cree a ese nivel, aunque lo está. La moral de White, la de la clase media que casisomos, nos hace guiños de complicidad, pidiéndonos que entendamos lo que hace y que incluso veamos como absurdas las reacciones viscerales de Jesse únicamente por que este es el típico yonki ahostiable que todos hemos conocido en la vida. Poco tardas en comprender que es él el único con un verdadero sentido de lo que está bien y de lo que está mal: una moral que no esté basada en la familia o el código. Una moral humana simplificada en el hecho de no matar ni a civiles ni a niños, de ser fiel a la palabra del otro, de dejar que cada uno haga su vida como si fuera realmente suya. Algo que Walter no entiende por que Walter, que es el listo, el profe, siempre cree tener una razón que, aún teniendo, termina siendo dañina para todos.

Por que lo que Walter trata de hacer, ese salto mortal hacia atrás con un cuñado un la DEA y una mujer en un túnel de lavado no es más que una sala de espera para tus problemas, que hace cola en la puerta. White se labra, lenta pero inexorablemente un futuro basado en movimientos imposibles que salen bien pero que, tal y como es la vida, un día te vuelven en forma de serendipia mientras te limpias el culo leyendo la dedicatoria de un libro.

Son cosas que pasan por que en la vida, aunque no lo parezca, esas cosas pasan. Pasa que un día te levantas y tu vida no es como querías que fuera y dices mecaguenlaputa me monto un laboratorio. Pasa que una mañana cuando todo va bien vas al médico y ya no va tan bien. Es entonces cuando, enfrentado ante ti mismo, tu legado y unas cuantas polleces más que te han enseñado que deberías tener, te ves y no te reconoces en ese padre de familia aburrido, al que no le extraña el cáncer si no su vida. El mismo que vive su momento de gloria, su mayor cercanía a la felicidad más absoluta, el día que tras cocinar la primera remesa de meta, llega a la cama con Skyler para tocar con los dedos el cielo y otra serie de cosas que no vamos a mencionar por si hay niños delante. O agentes de la DEA.

Y así, Breaking Bad, ese narcocorrido shakespeariano de Alburquerque, te deja con la imperiosa necesidad de ver a Walter tranquilo, disfrutando de su dominio tras haber matado a todos esos psicópatas que representan el mal más absurdo y paleto, tocando sus instrumentos con el único deseo de, por un momento, volver a ser Heisenberg y que nada hubiera pasado. Volver a ser quien fue durante ese año en el que se permitió, con la libertad que da la muerte, hacer lo que le saliera de los huevos. Como si nada ni nadie importara excepto el saber que estabas haciendo lo que en realidad querías hacer.

Drive, la paz para los malvados, y los héroes silenciosos

Termino ahora de ver «Drive» en una noche de verano en pleno mayo. Me quedo traspuesto con la música, los silencios y pensando en Frank Capra III. Todo, obviamente, tiene sentido excepto lo de Capra, que también. Primero divagaba uno sobre la importancia de la música en ciertas películas, en los finales de ciertas series, en los «tempos» del arte audiovisual en general. Después, en menor medida, pensaba uno en «No Habrá Paz Para Los Malvados», esa suerte de película extraña, ausente y rara en la que Coronado hace del que no es José Mota en Cruz y Raya a base de pocas palabras, inquietantes motivos y mucho cubata sin hielo. Y de ahí, a la necesidad creciente de héroes silenciosos, callados, casi quietos y sin profundidad que podemos ver en estas dos películas.

into the storm

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Hay, parece, como ganas de que sea el espectador el que ponga los problemas en la cabeza del protagonista, que sea el propio cliente quien imagine parte de la historia, quien complete los huecos de personajes un tanto vacíos, un tanto absurdos en ocasiones, un tanto poco. Drive, esa película que te absorve a base de silencios tortuosos, en los que llegas a dudar de la capacidad mental del protagonista, se estructura entorno a circunstancias que desconocemos. Ryan rompe cabezas callado, desmenuza sesos con una profundidad interior que nos hace suponer que por algo será, aunque, como es lógico, no sea por nada.

Coronado, español, reparte tiros con sobria precisión entre las brumas de putiferios y chalets del 11-M como si detrás de todo eso hubiera algo que se nos escapa. Tanto, que uno se queda con la sensación de que todo se ha estructurado entorno a algo que no existe. Como si el desenlace nos llevara hasta el final sin necesidad de pararnos en los porqués.

Los dos, el Ryan y el Coronado, se reparten entre sus personajes tantas culpas como nosotros mismos queramos ponerles, tanta justificación a sus actos, buenos en el fondo, ilógicos en la forma, como queramos otorgarles. Cualquiera puede ser un héroe. Cualquiera puede tener una excusa. Y cualquiera eres tú.

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Termina Drive y termina la paz para los malvados en un silencio sostenido (¿se puede sostener el silencio?) que nos deja en ese impás tan de serie, tan de capítulo que acaba pero no. Quizá sea eso. Recuerdo Weeds y a Nancy. Y sus finales musicales épicos, en los que la música rompe con la acción y la risa, marcando drama o absurdo, aumentando el disparate (¿más aún?), dejándonos con ganas de más malas hierbas.

Quizá sea eso. Las películas se «aserian». Nos han enseñado las series, las buenas series, algunas de las mejores series, a seguir de cerca, con ganas y pasión a los malos más malos. A desear más del malo, a difuminar, de nuevo, la barrera del bien y del mal. En ellas, en las series, la justificación está justificada. Uno entiende a Tony Soprano tras seis años seguidos viviendo su vida, aguantando a su familia, soportando la presión. Uno comprende a Walter White cuando se siente ninguneado, cuando el dinero ya no es suficiente, cuando lo que importa es el poder y la familia. Uno entiende muchas cosas cuando se las explican.

V

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Entonces, lo que falta, o puede que falte, sean ganas de explicar las cosas. Quizá prefieren que seamos nosotros los que entendamos. Con los buenos y con los malos.  Sin necesidad de trasfondo, con una superficialidad envolvente, musical, perfecta, en la que todo es así por que tiene que ser así. Por que la vida me ha llevado aquí. Por que él quería acuchillarme. Por que ellos me hicieron algo que no te explico. Por que el gobierno anterior hizo lo que hizo.

Por que la culpa, al fin y al cabo, no es mia, si no de todas las decisiones previas que ninguno de nosotros tomamos, que nadie tomó, que se tomaron solas, como si de repente hubieramos aparecido aquí, en el 2012, con una pistola entre las manos, conduciendo ensangrentados mientras volamos hacia un jodido precipicio de deudas, involución y falta de educación. Sin saber cómo. Sin preguntarnos por qué. Solamente por que sí.

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¿Y Frank Capra III? ¿Qué me dicen de Frank Capra III? ¿Será familia del otro Frank Capra? ¿El Frank Capra I? Su nombre, escrito en letras rosas de Dirty Dancing que acompañan a Drive, aparece destacado, con esos tres palos romanos, símbolo de saga, muestra de poder y genealogía durante los créditos de una película redonda que te lleva por donde quiere, hasta divagar sobre si el muchacho sufre o no sufre, hasta dejarte en mitad de una carretera, herido y sin respuestas, mientras la banda sonora hace lo que hoy por hoy tiene que hacer: Dejarte pensando si lo que has visto tiene algún sentido o es, simple y llanamente, puro artificio. Pues eso.

Fotos gracias al Flickr de James_Clear y Davwon

Carlos, un Chacal y una miniserie

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Lo peor de ser un mito es seguir vivo para verlo. Carlos «El Chacal» es un mito, un mito del terrorismo, de esa época en que algunas luchas todavía parecían tener sentido, un mito vivito y encerrado que cada día se parece más a un Arturo Fernández con la cara de Rubén Darío. Carlos, «El Chacal», es por tanto, un mito mitificado por las películas, las series y las novelas esas de perseguir gente. Es un ente abstracto que parece pulular por los imaginarios colectivos como el megamafioso que nunca llegó a ser, invisible, parapetado tras mil disfraces y rodeado de contactos tanto en un lado como en el otro.

De ahí que por eso sea tan necesaria una serie como Carlos. Una serie que ya desde el título nos dice que vamos a ver a CARLOS. Al hombre que se llamaba Carlos y que, durante un tiempo, fue conocido como el Chacal. Un tiempo en el que aún de terrorista, seguía siendo Carlos: el hombre imperfecto, machista y manipulador; demagogo a manos llenas en un mundo que admitía la demagogia para pensar que otro mundo (y otro ser humano) eran posibles.

Luego, cuando se descubrió el pastel soviético, cuando la utopía se transformó en fosa, Carlos el Chacal volvió a ser Carlos, el hombre, ya fondón y borrachillo, obsesionado por su imagen y su seguridad, paranoico entre paranoicos, enano entre gigantes. Por eso, en esta serie, nos muestran al ser humano. A la persona que durante un tiempo se creyó en poder de la verdad más absoluta escoltado por políticos corruptos, ideologías venidas a menos y territorios en lucha constante. Vemos a Carlos cuando mata, bomba en mano, pero también lo vemos cuando folla, cuando pierde los nervios y cuando, desnudo, se mira ante el espejo para comprobar que el tiempo, más que pasar, le está explotando entre las manos.

Para contar todo esto, esta miniserie nos ofrece unos episodios de más de una hora y media cada uno en los que degustar la evolución e involución de un tipo que comenzó con principios y terminó sin finales. Con el impecable actor venezolano Edgar Ramírez como Carlos, la serie nos lleva a un buen rosario de países para describir, explicar y contextualizar el enorme cristo geopolítico que había montado en el mundo entre los años 70 y 80. Para eso, los directores nos sitúan aquí y allá al buen tun-tun, pero sin que logremos perder en ningún momento el hilo de lo que está ocurriendo.

Con una imagen cuidada y adaptada al tiempo que describe, Carlos recuerda, y mucho, a ese peliculón disfrazado de obra maestra que es «El Profeta«, una película de larga duración y que, al igual que esta, describe con detalle los procesos que llevan a un tipo a estar donde está en la actualidad. De ahí que las dos redunden en unos tiempos largos y en una narración lenta: las cosas no pasan porque sí. Las cosas, cuando pasan, se maceran en un millón de sensaciones, hechos y decisiones. Y eso, cuando te lo explican, es lo único que te permite ver a la persona por encima del personaje.

Tras ver la serie, para no variar, uno termina sintiendo la necesidad de saber un poco más de Carlos y su vida. De relacionar los acontecimientos vistos en la pantalla con los reflejados en las noticias. Por eso, tras poca búsqueda, acaba apareciendo el rastro de Carlos en la actualidad. Más allá de los continuos juicios por los continuos atentados, Carlos sigue casado con una mujer que, arroyada por su personalidad, cree en su inocencia, en la conspiración y en un montón de cosas más.

Pero es difícil. Hablamos de un tipo que, bien acompañadito, secuestró a los dirigentes de la OPEP y que contribuyó, y mucho, al estado paramilitar que se vive hoy en día en todos los centros públicos u otros órganos de poder. Una época, la suya, en que secuestrar a alguien y pedir un avión era, si no normal, si habitual. Una época que, vista ahora, debió pillar de improviso a muchos, incapaces de reconocer que la lucha terrorista cobraba fuerza en las manos de un venezolano galán y locuaz.

Ahora, en cambio, nos llevamos las manos a la cabeza cuando uno de nuestros jóvenes se va de picos pardos con Al-Qaeda sin reparar en todas aquellas células de imberbes hijos del capitalismo que fueron entrenados en pos de la resistencia palestina (y otras resistencias) y que, al final, han terminado por ser malas bromas del sistema. Una especie de víctimas de la heroína ochentera que, en vez de droga, tomaron ideología a manos llenas.

Aún con esas, aún hoy, hablar de Carlos «El Chacal» es hablar de detención ilegal (que sí) y de un buen número de tropelías más pero, como siempre, la sangre que derramó oscurece lo irregular del proceso… De ahí que más allá de eso, lo único que nos queda hoy es la figura bonachona de un tipo canoso, elegante en su vejez, al que de vez en cuando Hugo Chávez menta para ganar puntos entre todo tipo de descerebrados. Y ya.

BirdBoy y el Goya al Mejor Corto

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En poco menos de un mes, el próximo 19 de Febrero tendrá lugar la ceremonia de entrega de los Goya en Madrid. Entre toda la parafernalia (y parafílias) que rodean la gala de estos premios de cine destaca el premio al Mejor Corto. Uno de los participantes será este BirdBoy, del que se pueden destacar un buen montón de cosas: desde su maravillosa animación, a la forma en que nos muestra un mundo destrozado, repleto de vicios y con muy pocas virtudes. Y todo rodeado de un ambiente que un principio parece infantil para después parecer horriblemente adulto.

Read On…

3,2 (Lo que hacen las novias)

Corto-Lo-Que-Hacen-las-novias

El amarse, el quererse, el follarse, es de esas cosas que, de vez en cuando, duelen. Este corto, titulado «3,2 (lo que hacen las novias)», nos duele por la situación: pareja busca hacer un trio con un tio malote (con barba). Y porahí comienza todo y por ahí se entreteje todo. Entremedias, Marta Hazas (la Bandolera) se marca un speech de esos que son difíciles de mantener:

«Diferencia: entre el día que decidí dejar de quererte y el día que lo conseguí».

Por el camino, amor de rutina y recuerdos de esos que duelen amargo, es decir, de los que importan. Porque, al final, todo aquello que nos importa viaja entre la belleza y la tristeza. Es sólo cuestión de tiempo, salud y oportunidad.

El corto, lo encontré por aquí, en Iamhere Magazine y es obra de Jota Linares.

Webcam, un corto «espía»

Corto-WebCam

Cámaras. Cámaras Web. Cámaras de video vigilancia. Cámaras por todos los lados que graban todos los ángulos de nuestras vidas. De algo así trata el corto de hoy: de la posibilidad (remotamente probable) de que alguien te hackee la cámara web de tu ordenador y, desde ese momento, comience a mirar por el agujero de tu cerradura.

Grabado por completo con una cámara web, tiene poco más de siete minutos de duración y pese a no ser algo para los anales de la nada, muestra lo que quiere mostrar con un toque final. Sin prisa pero sin pausa.