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Carlos, un Chacal y una miniserie

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Lo peor de ser un mito es seguir vivo para verlo. Carlos «El Chacal» es un mito, un mito del terrorismo, de esa época en que algunas luchas todavía parecían tener sentido, un mito vivito y encerrado que cada día se parece más a un Arturo Fernández con la cara de Rubén Darío. Carlos, «El Chacal», es por tanto, un mito mitificado por las películas, las series y las novelas esas de perseguir gente. Es un ente abstracto que parece pulular por los imaginarios colectivos como el megamafioso que nunca llegó a ser, invisible, parapetado tras mil disfraces y rodeado de contactos tanto en un lado como en el otro.

De ahí que por eso sea tan necesaria una serie como Carlos. Una serie que ya desde el título nos dice que vamos a ver a CARLOS. Al hombre que se llamaba Carlos y que, durante un tiempo, fue conocido como el Chacal. Un tiempo en el que aún de terrorista, seguía siendo Carlos: el hombre imperfecto, machista y manipulador; demagogo a manos llenas en un mundo que admitía la demagogia para pensar que otro mundo (y otro ser humano) eran posibles.

Luego, cuando se descubrió el pastel soviético, cuando la utopía se transformó en fosa, Carlos el Chacal volvió a ser Carlos, el hombre, ya fondón y borrachillo, obsesionado por su imagen y su seguridad, paranoico entre paranoicos, enano entre gigantes. Por eso, en esta serie, nos muestran al ser humano. A la persona que durante un tiempo se creyó en poder de la verdad más absoluta escoltado por políticos corruptos, ideologías venidas a menos y territorios en lucha constante. Vemos a Carlos cuando mata, bomba en mano, pero también lo vemos cuando folla, cuando pierde los nervios y cuando, desnudo, se mira ante el espejo para comprobar que el tiempo, más que pasar, le está explotando entre las manos.

Para contar todo esto, esta miniserie nos ofrece unos episodios de más de una hora y media cada uno en los que degustar la evolución e involución de un tipo que comenzó con principios y terminó sin finales. Con el impecable actor venezolano Edgar Ramírez como Carlos, la serie nos lleva a un buen rosario de países para describir, explicar y contextualizar el enorme cristo geopolítico que había montado en el mundo entre los años 70 y 80. Para eso, los directores nos sitúan aquí y allá al buen tun-tun, pero sin que logremos perder en ningún momento el hilo de lo que está ocurriendo.

Con una imagen cuidada y adaptada al tiempo que describe, Carlos recuerda, y mucho, a ese peliculón disfrazado de obra maestra que es «El Profeta«, una película de larga duración y que, al igual que esta, describe con detalle los procesos que llevan a un tipo a estar donde está en la actualidad. De ahí que las dos redunden en unos tiempos largos y en una narración lenta: las cosas no pasan porque sí. Las cosas, cuando pasan, se maceran en un millón de sensaciones, hechos y decisiones. Y eso, cuando te lo explican, es lo único que te permite ver a la persona por encima del personaje.

Tras ver la serie, para no variar, uno termina sintiendo la necesidad de saber un poco más de Carlos y su vida. De relacionar los acontecimientos vistos en la pantalla con los reflejados en las noticias. Por eso, tras poca búsqueda, acaba apareciendo el rastro de Carlos en la actualidad. Más allá de los continuos juicios por los continuos atentados, Carlos sigue casado con una mujer que, arroyada por su personalidad, cree en su inocencia, en la conspiración y en un montón de cosas más.

Pero es difícil. Hablamos de un tipo que, bien acompañadito, secuestró a los dirigentes de la OPEP y que contribuyó, y mucho, al estado paramilitar que se vive hoy en día en todos los centros públicos u otros órganos de poder. Una época, la suya, en que secuestrar a alguien y pedir un avión era, si no normal, si habitual. Una época que, vista ahora, debió pillar de improviso a muchos, incapaces de reconocer que la lucha terrorista cobraba fuerza en las manos de un venezolano galán y locuaz.

Ahora, en cambio, nos llevamos las manos a la cabeza cuando uno de nuestros jóvenes se va de picos pardos con Al-Qaeda sin reparar en todas aquellas células de imberbes hijos del capitalismo que fueron entrenados en pos de la resistencia palestina (y otras resistencias) y que, al final, han terminado por ser malas bromas del sistema. Una especie de víctimas de la heroína ochentera que, en vez de droga, tomaron ideología a manos llenas.

Aún con esas, aún hoy, hablar de Carlos «El Chacal» es hablar de detención ilegal (que sí) y de un buen número de tropelías más pero, como siempre, la sangre que derramó oscurece lo irregular del proceso… De ahí que más allá de eso, lo único que nos queda hoy es la figura bonachona de un tipo canoso, elegante en su vejez, al que de vez en cuando Hugo Chávez menta para ganar puntos entre todo tipo de descerebrados. Y ya.