Podemos, la historia y el olvidadizo carácter español

Charlaba servidor el otro día, entre copazos y humos (cuando aún no había dejado la nicotina) sobre política, sobre Podemos y sobre este país nuestro que parece dividido de siempre, aunque sea de ahora. Charlaba con antagonistas, es decir, con personas -buenos amigos- con las que nunca llegaré a un acuerdo político. Pero ahí está la magia de cualquier discusión y de un estado democrático: Acabar las discusiones con una sonrisa y un trago.

Carrillo y Fraga

De forma paralela a esa charla, entretenía yo mis noches, justo antes de conciliar la vida laboral con la personal en el sueño de los justos, leyendo «El Cura y los Mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Iletrados» de Gregorio Morán. Una obra enciclopédica, polémica por lo que retrata, que viene a descomponer en pequeñas anécdotas toda la vida cultural de este país nuestro durante los últimos 50 años.

Y ahí vamos. Lo que Morán hace, lo que escribe, es reconstruir una especie de número especial de un Hola cultural en el que están todos los que fueron pero no están todos los que son: Ansón, Martín Santos, Torrente Ballester, Max Aub, Cela, Martín Villa, y, cómo no, Jesús Aguirre. Entre medias, se relata cómo la minoría silenciosa que años después se convertiría en democrática de toda la vida, se agazapó frente al régimen para medrar y, por qué no, sobrevivir.

Así es como, según vas leyendo te das cuenta que este país está hecho a base de los pequeños olvidos de la historia: nos olvidamos de lo que pasó en la guerra. Nos olvidamos de lo que pasó en la posguerra. Nos olvidamos de aquel franquista. Nos olvidamos de aquella checa. Nos olvidamos de todo por que aquí siempre hemos preferido lo malo conocido a lo bueno por conocer y que vivan las caenas.

Entonces, uniendo los dos elementos, el libro y la charla, las letras y las copas, te encuentras en una situación complicada: aparece un Podemos que trata de poner en solfa el sistema político español con unas cuantas demagogias, algunas palabras claras y un mucho de ilusión. Y uno, que gusta del cambio por que si no esto es jodidamente aburrido, se arrima el ascua a la sardina cansado como está de ver un nivel político bajo, bajísimo, y un nivel intelectual que raya la subnormalidad a base de debates a voces, calladas por respuesta y ticstacs varios.

Nuevos personajes. Mismos juegos.

Esto, lo de defender o tratar de defender la posibilidad de que un nuevo partido político entre en el juego tiene lo suyo. Uno no sabe a qué aferrarse: ¿Y si resultan ser unos hijos de puta? ¿Y si destruyen España? ¿Y si mienten por esa boquita plagada de retóricas universitarias y ‘pubertosas’? ¿Y si son aún más corruptos que los corruptos que ya tenemos?

La respuesta, de nuevo, me la encuentro en la historia. Por que, aunque en esa charla entre amigos y copas termináramos diciendo que la historia blablabla, la historia es fundamental: es ella la que nos marca lo que somos por lo que fuimos. Es ella la que nos dice qué hay detrás de las palabras. Las personas, como todo, vamos anexionadas a nuestro pasado y, aunque haya variaciones lógicas (y hasta saltos de línea) en el pensamiento de cada uno, los giros de 180 grados no son muy comunes una vez llega la edad adulta: uno mantiene una línea de pensamiento (si la tiene) y la va variando y ocultando, pero siempre está ahí.

Y llegamos entonces al siguiente punto: los de Podemos son unos venezolanos irredentos. Su historia nos habla de halagos a la nacionalidad de cada uno, de apoyos incondicionales a países que aquí no vemos con buenos ojos (aunque no sepamos muy bien por qué) y alguna que otra sombra tributaria y extraña.

Pero… ¿Qué nos dice la historia de los otros dos partidos? ¿Qué nos dice la historia del PP y del PSOE? ¿Que nos cuenta el pasado de estos dos partidos que hoy parecen tan serios, tan de toda la vida, tan estables?

A nadie le interesa el ayer.

Empezando por el segundo, el PSOE es lo que es: una continua lucha entre lo que querría hacer y lo que finalmente hace. Un no estamos en la OTAN pero sí. Un no hay crisis pero también. Pero fíjense en un detalle de este partido tan español, tan nacional, tan de estado:

Corría 1974, Franco comenzaba una lenta y asesina agonía y todos esperaban a su muerte para hacerse demócratas. Mientras, en Suresnes (Francia), el PSOE -clandestino por aquellos años- realizaba un congreso para cambiar de aires y de look. Era el tiempo de las chaquetas de pana en un congreso tan mítico como único: Allí Felipe González y los suyos marcarían una época mientras, atención, reclamaban el derecho de la Autodeterminación para las autonomías españolas. Es decir, que el PSOE, mientras le convino para sus estrategias, para llegar al poder, mantuvo una estrategia que, ahora, hoy en día, parece de Podemos. Historia pura, dura e independiente.

Ahora, vayamos a por el segundo. El PP. El partido constitucional. El defensor de los españoles.

Sin pararnos en esa extraña filiación que aún sigue teniendo el PP por no denunciar la dictadura franquista (que es algo tan de perogrullo que aún duele), bastaría con mirar a su fundador, el señor Fraga Iribarne, para darnos cuenta de que algo se ocultaba en el alma de este partido. Fraga, ministro franquista, el de la censura, se convirtió en demócrata por inspiración de la guadaña el día que murió Franco. Su visión de la democracia, por tanto, es sumamente peculiar. De hecho, hay unas declaraciones suyas que expresan a la perfección lo que aún muchos creen que es la democracia y la libertad de expresión en este país: «creemos en la democracia, pero en la democracia con orden, con ley y con autoridad»

Por aquellos años Fraga había creado un partido (Alianza Popular) al que luego tuvieron que cambiar el nombre (PP) para que no se asociara a lo que se asociaba, es decir, al general muerto, a la censura y a una dictadura de 50 años. De hecho, fue ese partido, el germen del que hoy está en el gobierno, el que se abstuvo en la votación de la Constitución Española. La misma que hoy defienden a capa, espada y declaración incendiaria.

Fraga, que había participado en la redacción de la Constitución, fue capaz de utilizar ese doble lenguaje tan común en la política española para participar en la creación de la misma y, a la vez, fomentar la abstención de su partido (formado, mayoritariamente, por franquistas de toda la vida, algo normal por que Franco había durado, como mínimo, toda una vida).

Pero no solo Fraga pidió la Abstención: un joven Aznar, referente ahora de lo que debe ser España, pedía, allá por el 23 de febrero de 1979, en un artículo en el periódico La Nueva Rioja, que los españoles se pensaran muy seriamente lo de votar un sí a la Constitución:

La política española hasta el momento presente, se ha visto regida por compromisos de los dos partidos mayoritarios, a través del llamado consenso. Tal situación ha provocado un efecto fulminante cual es el de la desconfianza de una enorme masa de españoles en el buen funcionamiento del sistema democrático.

No me negarán que, como mínimo, la historia nos trae de vuelta declaraciones que podrían salir hoy mismo de la boca de cualquiera. La situación, por tanto, no ha cambiado mucho. Si las posiciones de cada personaje, pero no las políticas ni los mensajes. Aznar, que abogaba por que «en determinadas ocasiones, la abstención puede estar justificada. Incluso darse el caso de una abstención beligerante como en el pasado referéndum constitucional» no es el mismo Aznar que ahora ve en podemos a los «agentes de la destrucción de la paz, la libertad y la democracia, dispuestos a dejar su huella también en el siglo XXI».

Aznar, ahora, conoce las mieles del poder y ha llegado donde ha querido a base de una constitución que, según él y los suyos, no valía para nada. Se ha servido del sistema y del pueblo, como hacemos todos, para conseguir los objetivos en los que creía. Ha retocado su pensamiento, su argumentario y se ha adaptado a la mayoría manteniendo la esencia. Ha mentido y ha traicionado sus propios principios. Tal y como hará Podemos.

Políticas más. Políticas menos.

Y así, sinceramente, llego a un momento en el que ni me planteo pensar sobre la bondad de los unos y los otros. Es poder. Sería estúpido creer, viendo la historia (no la nuestra sino la de la humanidad) que haya alguien capaz de enarbolar la verdad y la dignidad de un pueblo sin malearla y transformarla en otra cosa. Es, de nuevo, poder. Y el poder transforma a las cosas y a las personas en cosas y personas con poder. Que parecen lo mismo pero no lo son.

Por eso, me sale el lado cínico de la vida y tan solo pido coherencia. Coherencia al ciudadano para reconocer en el poso de la historia la verdad de los tiempos. Que seamos capaces de dejar de pensar en plano para comenzar a atar los cabos que la historia y la actualidad nos ponen frente a nosotros no es cuestión de un día pero es la única forma de tener una sociedad más justa: debemos trabajar para crear una visión crítica de nosotros mismos, para cuestionar la realidad que nos plantean y para votar a quien creamos que puede plantearnos las soluciones que necesitamos.

Pero, a la vez, para conseguirlo, debemos dejar de reducir la realidad a esas visiones simplistas tan de telediario o tertulia, visiones que enarbolan titulares y noticias de media hora sin contexto ni sentido. Utilicemos la historia para ponerle contexto a la vida. Utilicemos nuestro voto para poner en su sitio a quienes juegan con nuestra frágil memoria. Y, luego, bebamos otro trago.

Un comentario

  • Muy buen artículo, Álex. Completamente de acuerdo en tu petición de coherencia, aunque por otro lado, al ver tantos y tantos ejemplos históricos sobre una democracia que no lo es (o mejor dicho, que no funciona como tal), no puedo evitar pensar si es la ejecución parlamentaria de la democracia lo que impida que se ejecute de verdad el poder del pueblo. Al tener un sistema que proporciona una estabilidad total al político pero no al ciudadano se fomenta que existan esos hijos de puta de los que hablas. Pienso que no se trata simplemente de la Constitución, hay que renovar el sistema. Ojo, que digo renovar y no cambiar por otro. La democracia es lo más justo que tenemos y mientras no haya una manera nueva de formular la voluntad de la gente esto nunca cambiará. No quiero entrar a valorar los sistemas antiguos que lucharon o coexistieron con la democracia, esos sistemas forman parte del pasado y no deberían volver ni renovados, han sido superados. Pero sí pienso que la democracia actual no cumple con su nombre y que debería renovarse mucho. MUCHO. Quizás desde cero, sabiendo los mínimos principios que sustentan la democracia y la voluntad del pueblo, tenemos que encontrar un nuevo sistema de garantizarlos y una nueva manera de ejecutar dicha voluntad. Me parece algo imperativo en el siglo XXI, encontrar esa renovación, al menos plantearla para que pueda desarrollarse en el XXII a nivel global. En fin, que tengo aquí un vaso de vino y un humo y no he podido evitarlo. Un saludo!

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