Ikea, Valladolid y Max Otte

La apertura de Ikea en Valladolid trae tantas cosas buenas que, quizá, conviene repasar por encima los lados oscuros del gigante de los muebles sueco.

Ikea Valladolid. Tal como suena. El supermercado de los muebles ha abierto sus puertas en la tierra del Pisuerga y la ciudad parece cobrar un olor a mueble, bolsa de papel y llave multiusos. Con 250 puestos de trabajo directos  (según dicen), más de 30.000 metros cuadrados y la expectativa de 2 millones de visitantes anuales es normal (muy normal) que la apertura de la tienda haya levantado expectativas. Y ampollas. Y tarjetas de crédito. Y una revisión a su historia, vida, milagros y oscuranteces. Que de todo hay en los almacenes del señor.

Resulta que Ikea tiene más de 60 años. El colmo de la modernez decorativamente austera es, de hecho, una empresa vetusta. Vetustamente moderna, sí, pero vetusta. Esa, quizá, es una de las afirmaciones que más sorprenden de su increíble listado de logros y proezas: desde su buenrollista estilo de ver la compra a su modelo de gestión estudiado en universidades o su incremento de un 2 por ciento en las ventas de productos en nuestro país.

Uno, que tiene memoria de la inmediatez, tendía a pensar que Ikea era, sino nueva, sí reciente: una empresa nacida en los 60 (que es cuando explotó comercialmente), creada bajo nuevos paradigmas y que se ha esforzado por entender al consumidor.

Y sí, Ikea se esfuerza por entender al consumidor. Se esfuerza tanto que en ese proceso de búsqueda de la ecuación de venta perfecta (precio + utilidad + diseño) ha cuadrado el círculo y lo ha convertido en una mesa camilla.

Por eso, habría que separar a Ikea en dos: la empresa y la actitud. La empresa, como empresa, como megaempresa, está construida sobre una muy poco transparente política económica basada en fundaciones benéficas (según Wikipedia, claro) y una baja carga fiscal. De nuevo, una cuadratura.

La actitud, como actitud, corresponde al buenrollismo que desprende su marca, al olor de felicidad que ofrecen sus fotos y sus productos. Unas fotos y unos muebles que prometen clase, modernidad y cultura por un precio que busca la acumulación de precios: si sumas muchos productos bajos acabarás teniendo muchas facturas altas.

Por eso, en esa actitud, en ese catálogo, Ikea desprende «hogar». Un «hogar» que provoca que todos queramos esa vida a ese precio, esa cantidad ingente de libros amontonados a la perfección sobre nuestra cama, ese rincón para los cables y ese cajón para los juegos de nuestros hijos. Ese todo que provoca, en sí, una necesidad de algo que no tenemos, no queremos o, de paso, no necesitamos. Marketing, lo llaman.

Porque, hoy en día, la necesidad de crear necesidades es el verdadero negocio de los negocios. De ahí que siempre que escucho la palabra Ikea, además de babear por un sistema de almacenamiento, recuerde a Max Otte, autor de «El Crash de la Información» un libro (y un autor) recomendabilísimo para conocer ese mundo que compartimos con empresas de todo tipo, color e intención.

Otte, en su libro, dedica un apartado especial a Ikea. Lo hace porque se esmera en explicar a lo largo de varios capítulos como hemos llegado a vivir en una economía extraña en la que se deja de ponderar el valor real del producto para tan sólo tener en cuenta el precio (bajo) de las cosas.

Así, al hablar de Ikea, Otte desgrana su sistema de venta haciéndonos pensar en qué es lo que hacemos cuando, ataviados con un metro y un lápiz, recorremos convulsos pasillos repletos de luces y sofás:

El efecto psicológico de este sistema de paseo tan bien pensado es muy simple, y quién va a Ikea debe hacerlo con tiempo. Aquí no se puede comprar deprisa; ya el viaje hasta la tienda, situada normalmente en la periferia de alguna gran ciudad o conurbación, lleva cierto tiempo, y el paseo por la tienda de muebles, incluso sin guía vendedor, exige normalmente más de dos horas.

Eso es precisamente lo que se pretende […] Lo que les pide a cambio a sus clientes es una gran atención. Se evitan interferencias externas como la de la luz del día para que el cliente se pueda concentrar en lo que le ofrece la exposición y opere eficazmente el impulso de compra. Esa psicología funciona sobre todo con respecto a los artículos que no constituyen aparentemente el centro de las competencias de Ikea: Los clientes acuden a mirar muebles, pero en realidad lo que más venden en las tiendas de Kamprad son accesorios, cuyo precio medio está claramente por debajo del de los muebles. […]

La comparación de precios que antes habían hecho, en beneficio de Ikea, con respecto a un sofá (no comprado), no se reproduce con respecto a las velitas de té, las tazas de café y las macetas. El cliente está cansado, los niños querrán seguramente salir del «paraíso», y todos acaban metiendo en la cesta a toda prisa un par de fruslerías.

Y yo, que vivo en una constante contradicción entre lo que me venden y lo que pienso de lo que me venden asumo que acudiré a Ikea, asumo que haré una comparación de precios para autoconvencerme y, de paso, alabo lo que diseña Ikea. Porque, al final, conviene saber qué es eso que ya crees saber que es.

Y, de paso, dejamos un vídeo del Discovery Channel. Que el saber no ocupa lugar. Ni los muebles, según parece.

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