Noviembre. O la vida tras Breaking Bad (con spoilers).

Se me acaba de escapar la vida entre los episodios de Breaking Bad viendo como Walter White se cristalizaba en el laboratorio en rojo sangre y con una sonrisa satisfecha. Pienso en las caravanas, en los desiertos, en Jesse y en ese Mr. Hyde ambicioso, rencorosamente hijodeputa que es Heisenberg.

Pienso en pensar más sobre Breaking Bad pero me quedo bloqueado, con el fondo en blanco en la pantalla brillante, sin nada que decir por temor a ser de más o a ser de menos. A decir una estupidez. El miedo a ser.

Tenemos miedo a ser nosotros, a vivirnos enteros y verdaderos, a disfrutar de nuestras miserias como si fueran bondades. Vivimos en tan perpetuo estado de aspiración que quizá no nos damos cuenta de que lo que somos ya está bien. Si ponemos por caso a Walter, a Walter White, nos encontramos con un tipo que en el que se alinea una curiosa circunstancia: el día que se da cuenta de que persona quiere ser, es el día en el que le dicen que es lo que ya no va a ser.

En esas fechas, en ese año de vida, Walter White vive su vida de forma repleta e inconsciente, acelerando procesos que hubieran tenido sentido en su juventud pero que ahora se ven como los pasos alocados de una joven estrella del rock que sabe que en el próximo punteo está la sobredosis adecuada. Walter, el padre de familia, es Heisenberg, la estrella de la meta.

Entremedias de esos 365 días tan bien contados, White sigue sin ser pero es. Es el que nunca había sido: alguien seguro de sí mismo, confiado, en la puta cresta de la ola de las casas fumigadas. Esparciendo felicidad de cristal y guardando cadáveres en esos desiertos de cielos tan metanfetamínicos que parecen decir que aquí nunca pasa nada hasta que va y pasa.

Pero el caso es que, aún en sus momentos más oscuros, en sus decisiones más jodidamente absurdas, son cosas probables. Walter White lleva el comportamiento de la clase media al delito criminal absoluto, con su conciencia social y todas esas cosas. El verdadero problema, entonces, es que el señor White tiene que ser uno aquí y el otro allí. No puede terminar de ser. No puede eclosionar, estallar de júbilo y celebrar con sus colegas que ha matado a Gustavo en un golpe de mil demonios que será recordado por la eternidad. No puede hacerlo por que él no es así.

No se cree a ese nivel, aunque lo está. La moral de White, la de la clase media que casisomos, nos hace guiños de complicidad, pidiéndonos que entendamos lo que hace y que incluso veamos como absurdas las reacciones viscerales de Jesse únicamente por que este es el típico yonki ahostiable que todos hemos conocido en la vida. Poco tardas en comprender que es él el único con un verdadero sentido de lo que está bien y de lo que está mal: una moral que no esté basada en la familia o el código. Una moral humana simplificada en el hecho de no matar ni a civiles ni a niños, de ser fiel a la palabra del otro, de dejar que cada uno haga su vida como si fuera realmente suya. Algo que Walter no entiende por que Walter, que es el listo, el profe, siempre cree tener una razón que, aún teniendo, termina siendo dañina para todos.

Por que lo que Walter trata de hacer, ese salto mortal hacia atrás con un cuñado un la DEA y una mujer en un túnel de lavado no es más que una sala de espera para tus problemas, que hace cola en la puerta. White se labra, lenta pero inexorablemente un futuro basado en movimientos imposibles que salen bien pero que, tal y como es la vida, un día te vuelven en forma de serendipia mientras te limpias el culo leyendo la dedicatoria de un libro.

Son cosas que pasan por que en la vida, aunque no lo parezca, esas cosas pasan. Pasa que un día te levantas y tu vida no es como querías que fuera y dices mecaguenlaputa me monto un laboratorio. Pasa que una mañana cuando todo va bien vas al médico y ya no va tan bien. Es entonces cuando, enfrentado ante ti mismo, tu legado y unas cuantas polleces más que te han enseñado que deberías tener, te ves y no te reconoces en ese padre de familia aburrido, al que no le extraña el cáncer si no su vida. El mismo que vive su momento de gloria, su mayor cercanía a la felicidad más absoluta, el día que tras cocinar la primera remesa de meta, llega a la cama con Skyler para tocar con los dedos el cielo y otra serie de cosas que no vamos a mencionar por si hay niños delante. O agentes de la DEA.

Y así, Breaking Bad, ese narcocorrido shakespeariano de Alburquerque, te deja con la imperiosa necesidad de ver a Walter tranquilo, disfrutando de su dominio tras haber matado a todos esos psicópatas que representan el mal más absurdo y paleto, tocando sus instrumentos con el único deseo de, por un momento, volver a ser Heisenberg y que nada hubiera pasado. Volver a ser quien fue durante ese año en el que se permitió, con la libertad que da la muerte, hacer lo que le saliera de los huevos. Como si nada ni nadie importara excepto el saber que estabas haciendo lo que en realidad querías hacer.

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